Últimamente, mi día a día me da cancha para muchas reflexiones.
Para las buenas.
Para las malas.
Aunque en realidad creo que todas las reflexiones sirven para algo. Para no volver a pisar esa piedra. O para volver a pisarla, pero al menos sabiendo que eres tonta.
Ayer, tiene sus respuestas, siguiendo a escondidas a las preguntas. Pero precisamente, allí es donde tienen que seguir, al menos por ahora. Allí, en incógnita. En no se sabe dónde, aunque en un mes todo esté claro.
Vino por mí. Después de tanto tiempo. Aún recuerdo la última vez; hacía sol y calor, pero de ese calor suave, incipiente, para el que hace falta una chupa de cuero. Estaba recostado sobre la pared de la biblioteca, escuchando música, con ese aire de chuloputas que tanto le gusta y tanto me encanta, aunque no vaya a admitirlo, ni siquiera aquí.
De eso hace meses.
Y de repente, venía otra vez a ese lugar que había dolido tanto, sólo por mí.
Sólo.
Cuando le encontré, después de veinte mil cambios en el lugar de encuentro, tuve que sujetarme un poco. Joder, es que venía guapísimo. Aún me maravilla la capacidad que tiene para hacerme perder los papeles, después incluso de que me haya aprendido cada centímetro de su piel.
Nos montamos en el metro, charlando. De todo, de nada. Con la punta de su nariz rozando la mía.
Y entonces tuvimos que hacer un trasbordo, y en el banco fue cuando lo dijo.
"Sí, me acuerdo de eso, pero, ¿tú estabas aquella noche allí?"
Uf. Uf, qué duro. Qué pupita. Me separé de él un poco, tratando de lidiar con todo lo que se me estaba revolviendo dentro.
Yo siempre me daba cuenta de cuándo estaba ahí. Es verdad que tenía una memoria-Dory que no podía con ella, pero joder. Yo siempre me acordaba. Bueno, pero aquella noche habíamos fumado un montón. Ya... Pero yo siempre me acordaba. Pero bueno, aquella noche tampoco había pasado nada guay. Ah sí... Le hablé del blog. Ya bueno, pero yo tampoco me había acordado de eso.
Entre todo este batallón de sentimientos llegó el tren, así que nos levantamos y nos dirigimos hacia la puerta. Entré en el vagón, y enfilé hacia la esquina de enfrente para recostarme durante el trayecto, y cuando me giré, aún dolida, pero tratando de no enfadarme como una tonta
Él. No. Estaba.
No estaba. Se había colocado en la esquina opuesta a mí, había cogido el teléfono, y me ignoraba deliberadamente. ¿Por qué..? La conjugación de aquella frase era la cosa que más me ahogaba de todo el mundo, ¿por qué no estaba? Le miré, pero él seguía obcecado con su móvil. Saqué el mío, pensando en que tal vez estaría escribiéndome algo; "ven", "no te enfades, anda". Pero no, por mucho que me afanaba en recargar su conversación, ningún mensaje aterrizó entre nuestros caretos con lenguas azuladas.
No me hizo falta levantar la mirada para ver que había guardado el teléfono, pero cuando su "en línea" desapareció, yo me sentía cobarde. ¿Por qué se había enfadado? Yo... ¿Yo había hecho algo malo? Qué imbécil era. ¿Por qué se enfadaba?
Al final levanté la vista, y vi cómo me miraba. Sí, definitivamente estaba cabreado. ¿Encima? ¿Encima iba a enfadarse él? El orgullo se me coló entre las costillas, y le mantuve la mirada, decidida a no dar ni medio paso la primera. Por mi mente pasó como un suspiro aquel verso de Bécquer:
"Asomaba a sus ojos una lágrima,
y a mi labio una frase de perdón;
habló el orgullo y se enjugó su llanto,
y la frase en mis labios expiró.
Yo voy por un camino, ella por otro;
pero al pensar en nuestro mutuo amor,
yo digo aún: ¿por qué callé aquel día?
Y ella dirá: ¿por qué no lloré yo?"
Mi subconsciente, sabiendo que lo que dueles al no estar, asustado, tratando de ahogar el orgullo, supongo. Porque si alguien sabía de pérdidas era el sevillano. Pero yo le ignoré. Como tantas otras veces he hecho en mi vida. Imbécil. Imbécil, como todas aquellas otras veces. El amor propio siempre ha de ser un imprescindible enganchado a tus zapatos, pero el orgullo es ese cabrón del que hay que librarse antes de que te joda viva, y luego te abandone sin ningún tipo de remordimiento. Imbécil. E imbécil otra vez.
Al final se acercó a mí, pero parecía más un oso encabronado que mi máquina de abrazos favorita. Y efectivamente, cuando me tuvo en frente, empezó a decirme de todo menos bonita. De hecho, mucho más tarde fue hasta cómico, porque el señor que tenía detrás levantó la cabeza y me miró como diciendo "¿te está molestando? ¿Estás en un problema?" Y es extraño, porque en realidad visualizo mejor a un peluche pegándome, que a él haciendo siquiera un amago. Pero claro, el señor sólo vio a un chico diciéndole de todo menos bonita a una chica. Una chica que se estaba enfadando más y más a cada segundo que pasaba, como respuesta al daño que le hacía cada palabra que se escapaba de la boca del chico.
Al final, realmente cabreada, salí del vagón mientras él intentaba detenerme. Me siguió por los pelos. Y menos mal, porque llevaba mi portátil. Y porque si no todo aquello hubiera terminado siendo un verdadero problema.
"No tiene sentido que te pongas así por eso. No lo entiendo. Joder, tengo mala memoria, ¿y qué? ¿Qué pasa por eso? ¿No puedes entenderlo? Eres una exagerada. Coges, y te pones a ignorarme porque te cabrea que no me acuerde. Pues no me da la gana. Espero a que me digas algo, sudas de mí, ¿y encima tengo que pedir perdón yo siempre? Pues no".
Y entonces vi mi orgullo en sus ojos.
Y fue la primera vez que me sentí estúpida aquella tarde.
Pero, ¿dejar de hablarle? ¿Cuándo había dejado yo de hablarle? Me había girado, y él no estaba. En ningún momento había dejado de hablarle.
"Antes de entrar al vagón ya estabas ignorándome, ya estabas cabreada".
No, antes del vagón estaba dolida. Pero todo lo que hubiera hecho falta habrías sido tú.
"Bueno, pues lo que tú digas. Entonces qué, es todo culpa mía y ya":
Yo no había dicho eso. No había sido culpa suya. No era justo echarle la culpa de no acordarse de algo. Pero eso no iba a hacer que me doliera menos. Ni ahora, ni en un futuro, cuando volviera a pasar. Porque volvería a pasar.
"Y entonces qué, qué hago la próxima vez. ¿Me lo callo? Porque es que no se va a poder hablar de nada, hay que andarse con un cuidado cada vez que te digo algo... Tú que se supone que quieres que hablemos de todo. Pues dime, dime qué es lo que tengo que hacer la próxima vez".
Joder, y yo qué sé. Ahí ya estaba gritando demasiado, pero no me importaba. Ni eso, ni todos los trenes que habíamos dejado escapar. Joder, pues claro que no lo sé. No vengo con manual. No me entiendo, y no creo que tú lo hagas tampoco. Joder, no sé qué hacer, pero no quiero que te calles las cosas, idiota. Ambos lo hicimos, y mira cómo acabó todo. E incluso aunque discutir nos acabe asfixiando, quiero discutir el mundo entero contigo si es lo que implica no callarse nada. Nunca más censurados. Enfadados, bestias, incluso crueles... Pero no censurados.
"Joder, es que últimamente te enfadas a la mínima por todo".
Se me congeló la sangre en todas y cada una de mis venas ante esa afirmación. Joder qué miedo me entró. No era cierto, hacía meses de la última vez que le grité. La última vez... Aquella noche me vino a la mente, y me acojoné más y más. Al final iba a espantarle con tanta pelea, tío. No quería perderle. Menos por gilipolleces, como aquella por la que estábamos gritándonos en Alonso Martínez.
Esa fue la segunda vez que me sentí estúpida aquella tarde.
"Hay muchas cosas que se me olvidan, ¿vale? Casi todas. No recuerdo días, recuerdo momentos y situaciones. Recuerdo aquella vez que te quedaste en mi casa hasta las seis, antes de empezar ni siquiera, que vimos "El diario de Noa", y luego fuimos a hacer el mongolo en la habitación de mis padres, y luego tu padre vino a buscarte, y estábamos muertos de sueño, pero no queríamos dormirnos...".
Bum. Aterrizaron en mi mente una serie de imágenes; la colcha azul de sus padres, él tumbado a mi lado, la sensación de agotamiento, nuestros cuerpos abrazados en el espejo. Él seguí hablando, pero para ser honesta no estaba escuchando nada de lo que me decía. ¿Cómo..? ¿De verdad se acordaba de aquel momento? Qué dulce. Joder qué dulce. Qué imbécil era yo, qué más daba que hubiera olvidado una noche o doscientas. Recordaba aquella. Y seguro que muchas otras, las especiales. Eran importantes para él. Yo... Yo no le daba igual. Me recordaba. Nos recordaba.
Y entonces le cogí por la barbilla, y le llevé hasta mi boca. Y noté su sorpresa, pero me devolvió el beso. Y eso sí que fue dulce.
Cuando me separé de él, me recosté contra su hombro. Ambos sonreíamos; "te acuerdas de aquella noche". "Pues claro, mongola".
El mejor momento de una discusión es ese en el que te sientes rematadamente estúpida, y sólo quieres perdonar y que te perdonen.
Aquel fue ese momento. Y la tercera y última vez que me sentí estúpida por aquella tarde.
Cogimos las cosas y entramos en el siguiente tren que llegó.
Una vez dentro me acerqué tímida, asustadiza. Pero él me cogió y me atrajo hacia sí. El abrazo fue suave, pero desde dentro.
Llegamos a su casa, y merendamos. Le miré, mientras él se descojonaba con "Historias corrientes". Pero le miré de verdad. Dentro. Con sus bien y sus mal. Y por fuera, con sus manos ásperas y su sonrisa bonita. Y le quise en todo y con todo. Jodidamente loco, y volviéndome a mí loca (de amor y de ganas de matar). Y no me lo guardé más dentro, porque donde sirve es fuera.
"Te amo".
Una sonrisa.
"Yo también a ti, cielo...".
Subimos a su cuarto, e hicimos nada mucho rato. "Mira, es que en realidad lo que me apetece es achucharte". "Pues vamos". "¿Durante dos horas..?" "Sí".
Ay.
Antes, hace muchas palabras, os dije que últimamente mi día a día me da para muchas reflexiones. La de hoy es sencilla, y no por ello carente de importancia.
Yo esperaba que él estuviera detrás de mí.
Él esperaba que volviera a hablarle.
Está claro que ambos somos idiotas, pero para la próxima,
en vez de tanto esperar,
podríamos ir a por lo que queremos.
Decir lo que queremos.
Porque no hay nada más dulce y estúpido
que dos personas mirándose desde dos esquinas
deseando que el otro se lance a por él.
Te quiero a ti.
Me pregunto si me quieres a mí.
#100happydays